Los olvidados

Cristóbal Coello Maced

Son víctimas de maltrato, marginación y rechazo por su apariencia física, de acuerdo con color de piel u origen étnico, además de que durante varias generaciones los afromexicanos han tenido que padecer pobreza, abusos y un trato desigual injustificado. De hecho durante muchos años el Inegi no incluía a los afrodescendientes en sus censos. Hoy luchan porque tengan el reconocimiento constitucional como una de las tres raíces culturales del país.

El padre de la antropología mexicana, Gonzalo Aguirre Beltrán, calculó que llegaron por Veracruz unos 250.000 esclavos de raza negra –equivalente al número de españoles asentados en México durante los tres siglos de dominación colonial–, pero algunos autores modernos elevan esa cifra hasta casi los 400.000 por el contrabando. La mayoría de estos esclavos llegaron a finales del siglo XVI y principios del XVII encadenados en las sentinas de los barcos negreros para trabajar en los ingenios del azúcar, las haciendas y las minas de nuestro país.

Por su condición cautiva, ocupaban una posición social inferior a la del indígena y se convirtieron en los antepasados invisibles de la nación mexicana. Pero la historia es necia, la toponimia no miente y los afromexicanos existen y no han sido reconocidos.

Imaginemos el pánico y el dolor de aquellos africanos llevados a tierra extraña para ser vendidos. Estos eran sus precios: un esclavo hombre de entre 20 y 50 años valía entre 300 y 400 pesos, dependiendo de su oficio; las mujeres jóvenes, un poco menos; los niños, entre 100 y 150; los bebés, unos 70, y enfermos y ancianos, 25, a precios de 1758, según el registro de una hacienda. Pero no solo los hacendados compraban esclavos, también los adquirían los barberos, boticarios, alcaldes, notarios del Santo Oficio, clérigos, militares, escribanos y viudas, incluso se entregaban como dote o se donaban a conventos.

El único equipaje con el que llegaban era su memoria. A la aculturación de la esclavitud se sumó un proceso acelerado de mestizaje, a los descendientes de indio y negra se los denominaba pardos; a los de español y negra, morenos. Los afromexicanos fueron una fuerza de trabajo móvil trasladable allí donde la población indígena no existía o había descendido drásticamente.

A mediados del siglo XVII, la mayoría de negros y mulatos serían libres, y un siglo más tarde, cuando la esclavitud se desmoronaba por no ser ya rentable. En diversas ocasiones acudieron a la defensa de la nación en el puerto de Veracruz frente a invasores extranjeros. De hecho muchos de nuestros héroes fueron de raza negra, uno de ellos José María Morelos y Pavón, pero los pintores lo han puesto como un hombre de raza blanca.

Muchos lugares de Veracruz tienen nombres africanos como Yanga y Mocambo. Actualmente donde hay más raíces africanas es en los estados de Veracruz, Oaxaca y Guerrero.

Como dice el historiador Juan Ortiz, el último empujón “para la homogeneización de la sociedad” fue la independencia y la guerra a partir de 1810, así como la crisis del azúcar de esos años. “Todas las castas votaron en las elecciones del Ayuntamiento de México en noviembre de 1812, y en 1829 un decreto nacional prohibía la esclavitud”. Un siglo más tarde, con la llegada de la revolución mexicana y su exaltación del indígena, la existencia del negro y su contribución a la cultura de este país serían borradas de la historia oficial.

Aún en nuestros días, su color de piel, como la marca de un desarraigo eterno, le convierte a veces en un intruso al que se confunde con un centroamericano si camina por las calles de la capital, o al que los agentes de migración de Estados Unidos separan en la frontera de la fila de los indocumentados mexicanos por creerle un compatriota.

 

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